Me he tomado la libertad y el atrevimiento de transcribir la
respuesta que Juan Pablo II diera a Vittorio Messsori acerca de los jóvenes. Más
que una respuesta una brillante exposición del tema para entender y atender la inquietud de los jóvenes y el compromiso
que tenemos sobre ellos.
(Tomado del
libro Cruzando el Umbral de la Esperanza de Juan Pablo II)
PREGUNTA
Los jóvenes son siempre los privilegiados en la afectuosa atención del santo
padre, quien con frecuencia repite que la Iglesia los mira con especial
esperanza para la nueva evangelización.
Santidad, ¿es fundada esta esperanza? ¿No estaremos más bien ante
la siempre renovada ilusión de nosotros los adultos de que la nueva generación
será mejor que la nuestra y que todas las precedentes?
RESPUESTA
Abre usted aquí un enorme campo para el análisis y para la meditación. ¿Cómo
son los jóvenes de hoy, qué buscan? Se podría decir que son los de siempre. Hay
algo en el hombre que no experimenta cambios, como ha recordado el Concilio en
la Gaudium et Spes (n. 10). Esto queda confirmado en la juventud quizá más que
en otras edades. Sin embargo, esto no quita que los jóvenes de hoy sean
distintos de los que los han precedido. En el pasado, las jóvenes generaciones
se formaron en las dolorosas experiencias de la guerra, en los campos de
concentración, en un constante peligro. Tales experiencias despertaban también
en los jóvenes -y pienso en cualquier parte del mundo, aunque esté recordando
ahora a la juventud polacalos rasgos de un gran heroísmo.
Baste recordar la rebelión de Varsovia en 1944: el desesperado
arrojo de mis compatriotas, que no escatimaron sus fuerzas, que entregaron sus
jóvenes vidas como a una hoguera ardiente. Querían demostrar que estaban
madurando ante la gran y difícil herencia que habían recibido. También yo
pertenezco a esa generación, y pienso que el heróísmo de mis compatriotas me ha
sido de ayuda para determinar mi personal vocación. El padre Konstanty
Michalski, uno de los grandes profesores de la Universidad de Jagel en
Cracovia, al volver del campo de concentración de Sachsenhausen, escribió un
libro titulado Entre el heroísmo y la bestialidad. Este título traduce bien el
clima de la época. El mismo Michalski, a propósito de fray Alberto Chmielowski,
recordaba la frase evangélica según la cual «hay que dar el alma» (cfr. Juan
15,15). Precisamente en aquel período de tanto desprecio por el hombre como
quizá nunca lo había habido, cuando una vida humana no valía nada, precisamente
entonces la vida de cada uno se hizo preciosa, adquirió el valor de un don gratuito.
En esto, ciertamente, los jóvenes de hoy crecen en un contexto
distinto, no llevan dentro de sí las experiencias de la Segunda Guerra Mundial.
Muchos, además, no han conocido -o no lo recuerdan- las luchas contra el
sistema comunista, contra el Estado totalitario. Viven en la libertad,
conquistada para ellos por otros, y en gran medida han cedido a la civilización
del consumo. Éstos son los parámetros, evidentemente sólo esbozados, de la situación actual. A pesar de eso, es difícil saber si la juventud rechaza los
valores tradicionales, si abandona la Iglesia. Las experiencias de los educadores y de los pastores confirman, hoy no menos que ayer, el idealismo característico de esta
edad, aunque actualmente se exprese, quizá, en forma sobre todo crítica,
mientras que en otro tiempo se traducía más sencillamente en compromiso. En
general, se puede afirmar que las nuevas generaciones crecen ahora
principalmente en un clima de nueva época positivista, mientras que por ejemplo
en Polonia, cuando yo era muchacho, dominaban las tradiciones románticas. Los
jóvenes con los que entré en contacto nada más ser consagrado sacerdote
crecieron en ese clima. En la Iglesia y en el Evangelio veían un punto de
referencia en torno al que concentrar el esfuerzo interior, para formar la
propia vida de modo que tuviese sentido. Recuerdo todavía las conversaciones
con aquellos jóvenes, que expresaban precisamente así su relación con la fe.
La principal experiencia de aquel período, cuando mi tarea pastoral se centraba
sobre todo en ellos, fue el descubrimiento de la esencial importancia de la
juventud. ¿Qué es la juventud? No es solamente un período de la vida
correspondiente a un determinado número de años, sino que es, a la vez, un
tiempo dado por la Providencia a cada hombre, tiempo que se le ha dado como
tarea, durante el cual busca, como el joven del Evangelio, la respuesta a los
interrogantes fundamentales; no sólo el sentido de la vida, sino también un plan
concreto para comenzar a construir su vida. Ésta es la característica esencial
de la juventud. Además del sacerdote, cada educador, empezando por los padres,
debe conocer bien esta característica, y debe saberla reconocer en cada
muchacho o muchacha; digo más, debe amar lo que es esencial para la juventud.
Si en cada época de su vida el hombre desea afirmarse, encontrar el amor, en
ésta lo desea de un modo aún más intenso. El deseo de afirmación, sin embargo,
no debe ser entendido como una legitimación de todo, sin excepciones. Los
jóvenes no quieren eso; están también dispuestos a ser reprendidos, quieren que
se les diga sí o no. Tienen necesidad de un guía, y quieren tenerlo muy cerca.
Si recurren a personas con autoridad, lo hacen porque las suponen ricas de
calor humano y capaces de andar con ellos por los caminos que están siguiendo.
Resulta, pues, obvio que el problema esencial de la juventud es profundamente
personal. La juventud es el período de la personalización de la vida humana. Es
también el período de la comunión: los jóvenes, sean chicos o chicas, saben que
tienen que vivir para los demás y con los demás, saben que su vida tiene
sentido en la medida en que se hace don gratuito para el prójimo. Ahí tienen
origen todas las vocaciones, tanto las sacerdotales o religiosas, como las
vocaciones al matrimonio o a la familia. También la llamada al matrimonio es
una vocación, un don de Dios. Nunca olvidaré a un muchacho, estudiante del
politécnico de Cracovia, del que todos sabían que aspiraba con decisión a la
santidad. Ése era el programa de su vida; sabía que había sido «creado para
cosas grandes», como dijo una vez san Estanislao de Kostka. Y al mismo tiempo
ese muchacho no tenía duda alguna de que su vocación no era ni el sacerdocio ni
la vida religiosa; sabía que tenía que seguir siendo laico. Le apasionaba el
trabajo profesional, los estudios de ingeniería. Buscaba una compañera para su
vida y la buscaba de rodillas, con la oración. No podré olvidar una
conversación en la que, después de un día especial de retiro, me dijo: «Pienso
que ésta debe ser mi mujer, es Dios quien me la da.» Como si no siguiera las
voces del propio gusto, sino en primer lugar la voz de Dios. Sabía que de Dios
viene todo bien, e hizo una buena elección. Estoy hablando de Jerzy Ciesielski,
desaparecido en un trágico incidente en Sudán, donde había sido invitado para
enseñar en la universidad, y cuyo proceso de beatificación
ha sido ya iniciado.
Esta vocación al amor es, de modo natural, el elemento más
íntimamente unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de
esto. Sentía una llamada interior en esa dirección. Hay que preparar a los
jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que
se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún
un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Éste es uno de los temas
fundamentales sobre el que centré mi sacerdocio, mi ministerio desde el
púlpito, en el confesonario, y también a través de la palabra escrita. Si se
ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas
a la búsqueda de un «amor hermoso».
Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan
siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las
debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse
como «un escándalo del mundo contemporáneo» (y son modelos desgraciadamente muy
difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es
válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que
nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están
dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar.
En los años en que yo mismo era un joven sacerdote y pastor, me
formé esta imagen de los jóvenes y de la juventud, que me ha seguido a lo largo
de todos los años posteriores. Imagen que me permite también encontrar a los
chicos en cualquier sitio al que vaya. Todo párroco de Roma sabe que la visita
a las parroquias debe concluir con un encuentro del Obispo de Roma con los
jóvenes. Y no solamente en Roma, sino en cualquier parte a la que el Papa vaya
busca a los jóvenes, y en todas partes es buscado por los jóvenes. Aunque, la
verdad es que no es a él a quien buscan. A quien buscan es a Cristo, que «sabe
lo que hay en cada hombre» (Juan 2,25), especialmente en un hombre joven, ¡y
sabe dar las verdaderas respuestas a sus preguntas! Y si son respuestas
exigentes, los jóvenes no las rehúyen en absoluto; se diría más bien
que las esperan.
Se explica así también la génesis de las jornadas mundiales de los jóvenes.
Inicialmente, con ocasión del Año Jubilar de la Redención y luego con el Año
Internacional de la Juventud, convocado por la Organización de las Naciones
Unidas (1985), los jóvenes fueron invitados a Roma. Y éste fue el comienzo.
Nadie ha inventado las jornadas mundiales de los jóvenes. Fueron ellos quienes
las crearon. Esas jornadas, esos encuentros, se convirtieron desde entonces en
una necesidad de los jóvenes en todos los lugares del mundo. Las más de las
veces han sido una gran sorpresa para los sacerdotes, e incluso para los
obispos. Superaron todo lo que ellos mismos se
esperaban.
Estas jornadas mundiales se han convertido también en un
fascinante y gran testimonio que los jóvenes se dan a sí mismos, han llegado a
ser un poderoso medio de evangelización. En los jóvenes hay un inmenso
potencial de bien, y de posibilidades creativas. Cuando me encuentro con ellos,
en cualquier lugar del mundo, espero en primer lugar todo lo que ellos quieran
decirme, de su sociedad, de su Iglesia. Y siempre les hago tomar conciencia de
esto: «No es más importante, en absoluto, lo que yo os vaya a decir; lo
importante es lo que vosotros me digáis. Me lo diréis no necesariamente con
palabras; lo diréis con vuestra presencia, con vuestras canciones, quizá
incluso con vuestros bailes, con vuestras representaciones; en fin, con vuestro
entusiasmo.»
Tenemos necesidad del entusiasmo de los jóvenes. Tenemos necesidad
de la alegría de vivir que tienen los jóvenes. En ella se refleja algo de la
alegría original que Dios tuvo al crear al hombre. Esta alegría es la que
experimentan los jóvenes en sí mismos. Es igual en cada lugar, pero es también
siempre nueva, original. Los jóvenes la saben expresar a su modo. No es verdad
que sea el Papa quien lleva a los jóvenes de un extremo al otro del globo
terráqueo. Son ellos quienes le llevan a él. Y aunque sus años aumentan, ellos
le exhortan a ser joven, no le permiten que olvide su experiencia, su
descubrimiento de la juventud y la gran importancia que tiene para la vida de
cada hombre. Pienso que esto explica muchas cosas.
El día de la inauguración del pontificado, el 22 de octubre de
1978, después de la conclusión de la liturgia, dije a los jóvenes en la plaza
de San Pedro: «Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros
sois mi esperanza.» Recuerdo constantemente
aquellas palabras.
Los jóvenes y la Iglesia. Resumiendo, deseo subrayar que los
jóvenes buscan a Dios, buscan el sentido de la vida, buscan respuestas
definitivas: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Lucas 10,25). En
esta búsqueda no pueden dejar de encontrar la Iglesia. Y tampoco la Iglesia
puede dejar de encontrar a los jóvenes. Solamente hace falta que la Iglesia
posea una profunda comprensión de lo que es la juventud, de la importancia que
reviste para todo hombre. Hace falta también que los jóvenes conozcan la
Iglesia, que descubran en ella a Cristo, que camina a través de los siglos con
cada generación, con cada hombre. Camina con cada uno como un amigo. Importante
en la vida de un joven es el día en que se convence de que éste es el único
Amigo que no defrauda, con el que siempre se puede contar.